La cosa podría ser así: de aquellos polvos vinieron estos lodos. Me refiero a la mezcla entreverada de pigmentos y pintura, de personajes y vivencias, de amores y sexo. Todas estas cosas —me atrevería a decir que siempre— han estado en la base en la obra de Pepe (antes Emilio) Devesa, un artista polifacético, auténtico, pintor exuberante y performer radical, que en los últimos años ha desarrollado su actividad en el circuito underground de Barcelona. Ahora vuelve a Valencia, donde no exponía desde hace una década (allí donde se "purgaban" almas como la suya y las de Óscar Mora o Chema López), para mostrar los cuadros vividos y pintados en la misma galería, entonces PostPos, donde ya expuso en 1994.
La pintura de Devesa es tremendamente autobiográfica y así se despliega en esta recopilación de sus últimas andanzas, las mismas que le llevaron a las kedadas de osos a finales de los noventa. Así, desde que pasara a formar parte de la comunidad, uno más en el abrazo del oso, ha adoptado como modelo a esos tipos corpulentos, peludos y gays, cuya estética enraíza en el San Francisco de los años ochenta. Uno más, no ha dejado de hacer el oso, de galantear, de cortejar sin reparo ni disimulo, por lo que no es de extrañar que en cada cuadro nos encontremos con una historia, con hechos, relaciones y retratos de grupo. Siempre retratos. Aquí está esa manada osuna que responde a un modelo de belleza masculina de cuerpos estupendos, exaltados, ostentosos, lujosos (y el sufijo denota abundancia, añade un significado activo que intensifica el valor adjetivo) que esgrimen la intensidad de su físico y reivindican su atractivo en cada cuadro.
La pasión por la figura, ese modelo; la sugerencia del cuerpo, su textura al tacto, el nudo desnudo… Todo se multiplica en la manera de aprovechar las vetas de la madera (en ocasiones virgen) convirtiéndolas en una suerte de epidermis de la pintura, con tanto vello. Casi todo en los cuadros de Pepe Devesa es sensual, erótico muchas veces, insistiendo en los dominios del placer del tacto: ese acercarse a ..:namespace prefix = st1 ns = "urn:schemas-microsoft-com:office:smarttags" />la tersura de la piel en las veladuras, ese mostrarse desnuda y aparentemente desprovista de cualquier apoyo, de nada que no sea ella misma. La importancia del tacto visual, de tanto cuerpo desnudo, subraya la irremediable necesidad de tocar, de palpar allí donde un pecho se dibuja o se decora con vello real —como aquel corazón peludo de mediados de los noventa—; allí donde en otro pecho descubrimos las puntas amenazantes de unos clavos que atraviesan el soporte.
El personal valor simbólico condensado en estos elementos reales o representados (unos cuernos, unas llamitas, el fondo de un mapa dorado, una careta, mil mariposas, un colmillo retorcido, una manzana mordida… entre la metáfora y el exorcismo) se complementa con una manera de narrar en imágenes que recuerda la pintura medieval por esa acumulación de personajes y escenas, por la composición en collage de distintos momentos sobre el mismo plano. Además, en el laberinto de las tentaciones, las figuras defienden un dibujo muy cuidado, perfilado y pirograbado, trabajado por capas, que después se va rodeando por todos esos elementos narrativos, incluso hasta el marco, sus trabajados marcos. El particular barroquismo de Devesa, un horror vacui que resulta marca de la casa, hace que los cuadros se desborden como queriendo superar sus márgenes, como proyectándose en la misma realidad de la que son reflejo, para insistir en su continuidad.
Incluso entre ellos. Por eso, cada cuadro es como una cicatriz, como un "siempre hay esperanza" tatuado en el brazo. Ese es el camino del amor, una accademia del piacere e del dolore, allí donde se mezclan desde el principio esperanzas e ilusiones, encuentros y pérdidas.
La cosa es que Devesa regresa con un autorretrato bajo el brazo, a sabiendas de que el suyo es —como escribió Nilo Casares hace más de diez años— el lado deportivo del amor. Añado: concentrado en la divisa, en esa suerte de logotipo de un corazón cuyas arterias y venas se convirtieron, se transformaron en penes. Eso es la distancia del amor, el mismo con el que se arma de valor para plantarle al frente el espejo (los cuadros) a una Medusa de penes, tantas Gorgonas de pollas.
1 σχόλιο:
Encuentros y pérdidas. Devesa returns…..
La cosa podría ser así: de aquellos polvos vinieron estos lodos. Me refiero a la mezcla entreverada de pigmentos y pintura, de personajes y vivencias, de amores y sexo. Todas estas cosas —me atrevería a decir que siempre— han estado en la base en la obra de Pepe (antes Emilio) Devesa, un artista polifacético, auténtico, pintor exuberante y performer radical, que en los últimos años ha desarrollado su actividad en el circuito underground de Barcelona. Ahora vuelve a Valencia, donde no exponía desde hace una década (allí donde se "purgaban" almas como la suya y las de Óscar Mora o Chema López), para mostrar los cuadros vividos y pintados en la misma galería, entonces PostPos, donde ya expuso en 1994.
La pintura de Devesa es tremendamente autobiográfica y así se despliega en esta recopilación de sus últimas andanzas, las mismas que le llevaron a las kedadas de osos a finales de los noventa. Así, desde que pasara a formar parte de la comunidad, uno más en el abrazo del oso, ha adoptado como modelo a esos tipos corpulentos, peludos y gays, cuya estética enraíza en el San Francisco de los años ochenta. Uno más, no ha dejado de hacer el oso, de galantear, de cortejar sin reparo ni disimulo, por lo que no es de extrañar que en cada cuadro nos encontremos con una historia, con hechos, relaciones y retratos de grupo. Siempre retratos. Aquí está esa manada osuna que responde a un modelo de belleza masculina de cuerpos estupendos, exaltados, ostentosos, lujosos (y el sufijo denota abundancia, añade un significado activo que intensifica el valor adjetivo) que esgrimen la intensidad de su físico y reivindican su atractivo en cada cuadro.
La pasión por la figura, ese modelo; la sugerencia del cuerpo, su textura al tacto, el nudo desnudo… Todo se multiplica en la manera de aprovechar las vetas de la madera (en ocasiones virgen) convirtiéndolas en una suerte de epidermis de la pintura, con tanto vello. Casi todo en los cuadros de Pepe Devesa es sensual, erótico muchas veces, insistiendo en los dominios del placer del tacto: ese acercarse a ..:namespace prefix = st1 ns = "urn:schemas-microsoft-com:office:smarttags" />la tersura de la piel en las veladuras, ese mostrarse desnuda y aparentemente desprovista de cualquier apoyo, de nada que no sea ella misma. La importancia del tacto visual, de tanto cuerpo desnudo, subraya la irremediable necesidad de tocar, de palpar allí donde un pecho se dibuja o se decora con vello real —como aquel corazón peludo de mediados de los noventa—; allí donde en otro pecho descubrimos las puntas amenazantes de unos clavos que atraviesan el soporte.
El personal valor simbólico condensado en estos elementos reales o representados (unos cuernos, unas llamitas, el fondo de un mapa dorado, una careta, mil mariposas, un colmillo retorcido, una manzana mordida… entre la metáfora y el exorcismo) se complementa con una manera de narrar en imágenes que recuerda la pintura medieval por esa acumulación de personajes y escenas, por la composición en collage de distintos momentos sobre el mismo plano. Además, en el laberinto de las tentaciones, las figuras defienden un dibujo muy cuidado, perfilado y pirograbado, trabajado por capas, que después se va rodeando por todos esos elementos narrativos, incluso hasta el marco, sus trabajados marcos. El particular barroquismo de Devesa, un horror vacui que resulta marca de la casa, hace que los cuadros se desborden como queriendo superar sus márgenes, como proyectándose en la misma realidad de la que son reflejo, para insistir en su continuidad.
Incluso entre ellos. Por eso, cada cuadro es como una cicatriz, como un "siempre hay esperanza" tatuado en el brazo. Ese es el camino del amor, una accademia del piacere e del dolore, allí donde se mezclan desde el principio esperanzas e ilusiones, encuentros y pérdidas.
La cosa es que Devesa regresa con un autorretrato bajo el brazo, a sabiendas de que el suyo es —como escribió Nilo Casares hace más de diez años— el lado deportivo del amor. Añado: concentrado en la divisa, en esa suerte de logotipo de un corazón cuyas arterias y venas se convirtieron, se transformaron en penes. Eso es la distancia del amor, el mismo con el que se arma de valor para plantarle al frente el espejo (los cuadros) a una Medusa de penes, tantas Gorgonas de pollas.
Ricardo Forriols
Δημοσίευση σχολίου