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Espaliú, la vida y sus metáforas
ÁNGELA MOLINA (11/01/2003 El País)
En Muerte en Venecia, Gustav von Aschenbach cae víctima de un amor secreto, pero es finalmente el cólera quien le arranca del Lido para sumergirlo en la Estigia Negra. En La Montaña Mágica, la tuberculosis convierte a Hans Castorp en un ser refinado y confinado. Erich Segal, en Love Story, sucumbe a la muerte blanca, la leucemia, y la bellísima Madame de Merteuil se entrega, dócil, a la viruela por no ver en ella otra cosa que la salvación de un amor engañoso. ¿Fueron más interesantes, más románticos, Shelley, Kafka o las Brönte por haber muerto, jóvenes, de tuberculosis? Novalis escribió hace doscientos años: "El ideal de la salud perfecta resulta solamente interesante desde una perspectiva científica. Lo atractivo es la enfermedad, la cual pertenece a la individualización". Treinta años más tarde, Byron decía muy triste, frente al espejo: "Me hubiera gustado morir de tuberculosis. ¿Por qué?, le preguntaba su amigo, también enfermo, Tom Moore. Porque todas las mujeres dirían: mira el pobre Byron, qué interesante parece moribundo". La sífilis, una enfermedad que, como el sida, llama antes de entrar, se llevó por delante a Adrian Leverkühn en Doktor Faustus; y ni el mismo Flaubert pudo sustraerse a su fuerza devoradora que llegó a mordisquear incluso su literatura.
Susan Sontag afirma que la enfermedad es "la voluntad de expresarse a través del cuerpo, un lenguaje para representar la mente: una forma de autoexpresión". Pero, ¿sería justo asociar toda una vida, por muy corta que sea, de creación a una enfermedad mortal? La escritora neoyorquina dedica su segundo libro sobre la pandemia, El sida y sus metáforas (publicado en 1988, dos años más tarde que Así vivimos ahora), a uno de sus mejores amigos, el artista Paul Thek, víctima del síndrome, a quien cuidaba mientras le leía las Elegías de Duino, de Rilke. "Después de dos décadas de derroche sexual, de especulación sexual y de inflación sexual, nos hallamos en los primeros estadios de una recesión sexual. Hoy día, evocar la cultura sexual de los setenta es para algunos lo mismo que supondría evocar la época del jazz desde la perspectiva de los damnificados por el crash de 1929", escribe.
suenan a severos y evasivos. La enfermedad del sida tenía detrás a un demonio bellísimo, como un héroe byroniano (el comentario de Baudelaire de le plus parfait type de Beauté virile est Satan -a la manière de Milton-), capaz de hacer sentir al artista la discrepancia entre el ángel que se suponía que era y el demonio furioso que debía acechar en cada obra suya. La "injusticia de los cielos" (Yeats) convierte al artista frágil, moribundo, en un narciso, que medita sobre su propia imagen y su furia secreta ante lo inexorable. Un modelo, en fin, de dignidad y nobleza estética que ensombrece su acogedor estado anterior a la caída.
Esa especie de orgullo satánico se hace evidente en un artista que muchos recuerdan únicamente por haber protagonizado una sonada acción-escultura social: Pepe Espaliú (Carrying Project. San Sebastián, Madrid, 1992). El artista cordobés (1955-1993), herido por el rayo del sida en 1990, se deja transportar en volandas por parejas de amigos y voluntarios, al modo del juego infantil "la silla de la reina"; descalzo, quería indicar que el que realmente corría el riesgo de contraer cualquier enfermedad era el afectado con sida y no, como entonces todavía muchos creían, el individuo sano. Espaliú seguía a Beuys -Zeige deine Wunde (enseña tus heridas)- a la hora de llevar su pasión personal al campo de la batalla social.
¿Es justo que la enfermedad de Espaliú se haya convertido hoy en un juicio moral a su arte, en lugar de en un juicio estético? Espaliú fue un pedazo de artista, una criatura emocionalmente rica que, obligado por la enfermedad, convirtió su obra final en una tremenda metáfora del suicidio. Más completo que su compañero de generación y amigo Juan Muñoz, a Espaliú hay que verlo como a un clásico, un artista que creyó ver al dios personal en la máscaras africanas (Picasso), el vacío existencial en las cabezas de maniquí de Malevitch, la circularidad, la vida y la muerte/ausencia en Bataille, que descubrió la fuente del placer intelectual en un urinario (Duchamp), que humanizó ataúdes y jaulas (Magritte), muletas (Dalí), que vislumbró al mejor Ponç en sus dibujos de vértigo ocular y al Brossa activista y catalanista, que laceró su obra con el dolor de la sociedad enferma (Fluxus) y llevó a su promontorio personal los cuerpos fragmentados de Robert Gober y Louise Bourgeois.
Museo Reina Sofía, comisariada por el mejor conocedor de su obra, Juan Vicente Aliaga, compendia los trabajos de este artista vinculado a las actividades de la revista Figura de mediados de los ochenta en Sevilla (con Guillermo Paneque, Rafael Agredano, Federico Guzmán, Rogelio López-Cuenca y Curro González), con un total de 200 obras procedentes de colecciones particulares de todo el mundo (la más completa, la del galerista sevillano y gran amigo de Espaliú, Pepe Cobo). El recorrido es como un viaje por un poemario jondo (su admirado Lorca) en el que los temas de la fragilidad y la identidad humana, la ausencia/presencia dramática y el dolor son básicos para entender su sensibilidad como autor.
Se incluyen dibujos -precisos, lineales, puros, que recuerdan a los diseños de patronaje de los sastres-, pinturas (Rey, Dama, Valet, 1987, políptico alusivo a la triangulación familiar), sus bronces (Maternidad, 1990) que Aliaga coloca junto a figuras del Congo y Costa de Marfil -las que Espaliú conservaba en su estudio por una querencia especial hacia el arte africano tras una visita al British Museum-; sus máscaras de santos (Pas de Masque, 1988) -una de ellas, con su boca cosida, recuerda la de Aníbal el Caníbal- confeccionadas por guarnicioneros sevillanos; sus fotografías con truco de la Barcelona canalla (1975), dibujos de acciones (El nido, 1993, Amsterdam), muletas y palanquines, como ataúdes. Finalmente, sus obras más conocidas, campanas imposibles, jaulas de bronce (Para los que ya no viven en mí, 1992) y esculturas donde su animal fetiche, la tortuga, simboliza lo andrógino.
La obra de Espaliú obliga a mirarla dos veces. Éste es el mérito del trabajo de Aliaga, el haber conseguido organizar un recorrido "antiheroico" donde la vida gana, finalmente, al dolor y a todas sus metáforas.
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